martes, 29 de noviembre de 2011

Sin Laberintos

Hace mucho tiempo que no hablo de Mis Laberintos.
Tal vez nunca fue la idea hablar de ellos, pero se llega a ello casi inevitablemente.

A veces siento que soy muy débil, que las preocupaciones vanas y mundanas me carcomen.
Y que no estoy haciendo nada para contrariarlo.

Es que esos laberintos a veces me aburren, me abruman... ya no los quiero.
Porque precisamente no me gusta sentirme débil.

Otras veces sólo intento cerrar el círculo y decirle adiós a los laberintos,
empezar de nuevo, jugar... inventar cosas nuevas.

Me gustan las cosas nuevas.
También las personas nuevas, aunque sean viejas.

Eso de renovarse como se dice por ahí.

Amén.-

viernes, 11 de noviembre de 2011

Catalina y yo. (Cuento)


Catalina siempre ha vivido dentro de mí. Y con esto no me refiero a una metáfora extraña e incomprensible. Catalina es mi hermana gemela parásita, aunque a veces soy yo quien me siento como su parásito. La bauticé como Catalina Antonia mucho tiempo antes de saber o comprender su real existencia. Mi nombre es Antonia.

A veces siento como ella influye en mí, y a decir verdad, creo que yo era la gemela malvada. Pobre de mi hermana no nata, ella también podría haber sido una buena persona, como muchas otras en este mundo. Pues, yo no puedo hacerme calzar en tal grupito. Esto con independencia de mi postura frente a la maldad y a la bondad, que según yo son aspectos que todos poseemos, y que se manifiestan indistintamente dependiendo de las circunstancias y las decisiones de cada uno. Así, podemos tener actitudes buenas o malas, pero no ser bueno o malo. Pero en los conceptos tradicionales, sería malvada, no sólo por opción personal, sino a consecuencia de impulsos incontrolables, que Catalina logra apaciguar a veces.

Nunca tuve amigos imaginarios, pero sí una hermana, que en mi concepto no es una hermana imaginaria, aunque tal vez para el resto, para ti por ejemplo, pueda serlo.

Mis impulsos de niña traviesa los he acarreado hasta hoy, que tengo varios años más, lo que concuerda con las personas que dicen que se puede ser niño incluso en la vejez física. En parte tales impulsos (no todos podidos reprimir por quien habla ni por su hermana dentro de ella) me llevan hoy a querer hacer una reseña de ellos, y así poder pedir perdón al universo y poder irme en paz, porque puede que fenezca pronto. No digo que en todos los episodios haya arrepentimiento, pero me gusta intentarlo, aunque ya sepa la respuesta, reacción o consecuencia que obtendré. Al final de cuentas creo en que uno es su propio juzgador. Nuestro único juzgador. Por eso los inimputables, dementes e infantes, todos se van al cielo, porque no pueden ver el real alcance de sus actos. Me considero imputable.

Inevitablemente, Catalina es pelirroja de unos rizos desordenados y tiene pecas tupidas sobre la tez pálida de sus mejillas y pómulos, ojos rasgados color miel y una bella sonrisa. O así la imagino, porque somos gemelas idénticas.

Comienzo entonces, pero advierto que puede ser anacrónico el relato.
La primera vez que maté fue un otoño, hace años. Y esto lo recuerdo muy bien, porque hacía viento y las hojas secas de mi patio cubrieron su cuerpo un par de días antes que le encontraran mis padres. Fue sin querer. De hecho, yo le amaba, si es que se puede amar desde niña. Fernando fue mi compañero de curso ése año, teníamos siete. Estábamos jugando en mi cuarto en el segundo piso. Pueden imaginarse cómo ocurrió… fue un accidente. Me enfadé con él porque me molestaba por mi cabello y mis pecas, estaba cerca de la ventana.

Ésa vez fue la primera, aunque antes ya había estrangulado a un par de peludas mascotas, ahogado a otras tantas y sido cruel con los insectos que pululan por ahí. En particular me encantaba arrancarle las alas a los alados, para que no se escaparan después de su captura, luego los ponía dentro de un vaso boca abajo, para mirarlos hasta que dejaran de moverse. Al principio lo hacía para conservarlos como mascotas diminutas, pero siempre huían. Creía que las mariquitas no sentían dolor al desprenderlas de sus alas, aun hoy creo en eso, aunque acepto que pueda que sí lo sientan. Pero su dolor debe ser más pequeño, en proporción a su tamaño.

Desconocido se llama el segundo personaje al cual dejé sin respiración. Pero fue en defensa propia: cargaba con quince años y salía de la fiesta de una amiga. Se me abalanzó y reaccioné golpeándolo, caímos al suelo y lo único que se me ocurrió fue darle en la cabeza con una piedra algo grande que estaba a mi alcance. Lo dejé aturdido, pero como arruinó mi vestido blanco y sentía tanta rabia, le seguí pateando hasta que no tenía fuerzas. Ese impulso dentro de mí era el culpable: no me podía detener. Catalina dentro de mí lloraba.

Mi último novio quedó en coma, que es una especie de muerte. Y todo por un accidente en mi compañía, por mi culpa. Salí sólo con un par de rasguños. En realidad, y para ser honesta, nunca he podido tener novio. Todos mueren en el intento de serlo. Mueren o no pueden seguir viviendo, que es como lo mismo.

Tal vez por eso me volví tan malvada, porque de una u otra manera termino quedando sola. Mis padres siempre me han dejado sola, desde los diez años. Desde ahí para adelante no me interesa el resto, al final de cuentas siempre terminas quedando sola. Parece que nunca me han querido en serio, salvo Catalina Antonia. A los diez también supe lo de mi hermana gemela. Algo dentro de mí me hacía suponer años antes que “algo” me faltaba, pero que a la vez algo me acompañaba. Un alguien puede ser un algo en mi concepto, y a la inversa.

Antes de eso las muñecas no me duraban íntegras más de dos días, pero después de la noticia al menos cuidaba mucho de las que le regalaba a Catalina. Mamá se contentó con ver muñecas intactas, y creo que incluso me besó la frente aquélla vez que descubrió las muñecas de Catalina sin saberlo, porque pensó que aún eran mías. No le dije que ya no eran mías, los adultos no entenderían. Y me dejaron de llevar tan seguido a la amiga ésa psicóloga que tenía papá, qué bueno, porque me aburría. Cuando iba me dejaba sola en un cuarto viendo películas para ir con papá a la sala de al lado a examinarlo, según lo que me decía ella, porque supongo que quería que yo confiara e ella. Papá no sabía que yo sabía que él estaba ahí. Mamá por otra parte no me quería mucho, incluso sentía a veces que se alejaba de mí a propósito. La psicóloga me dijo que ella me tenía miedo. ¿Cómo creía que me iría a caer bien, con ese tipo de declaraciones? Tenía que estar muy loca esa psicóloga.

Un día llegué del colegio más temprano a casa, y curiosamente mamá estaba ahí. No me oyó, pero la escuché agitada y riendo y sollozando sonoramente. La espié por la ventana. Estaba desnuda con el tío Juan Pablo sobre ella, y él creo que le hacía daño, por eso supuse que lloraba. Tampoco le dije a papá. Pero quise que el tío no le hiciera más daño, y comencé a planear cómo hacer que se alejara de mamá. Un día cuando fuimos a su casa le puse una araña entre la cama, y en otra ocasión le saqué la lengua. Pero seguía yendo a mi casa, yo lo sabía porque cada vez que descubría de alguna manera que había ido a casa, mamá no discutía con papá por la hora en que llegaba sin justificación. Un día fingí sentirme muy enferma para que mamá estuviera conmigo, porque después el tío iba incluso cuando yo estaba en casa y me dejaban jugar en el patio largo rato. Un día le pregunté porqué le hacía eso a mamá y palidecieron. Nunca más lo vi por ahí, creo que fue porque entré con una tijera mientras hacía llorar a mamá y le corté su cosa que colgaba. El tío casi se desangra, pero papá nunca supo que eso le ocurrió en casa y que no fue una amante despechada, sino su hija tratando de salvar a su mamá. El tío no cuenta, porque no lo maté. Más tarde me di cuenta de qué se trataban todas estas cosas. No sé porqué siguen juntos si no se respetan, ni se quieren, ni menos a mí. Tal vez es todo mi culpa, y culpa de que Catalina esté donde está y de las malditas apariencias. Putas apariencias.

Me masturbé por primera vez dos años más tarde. Lo hice porque una  noche me ponía pijama y noté abultado mi pecho, me comencé a tocar los bultos y los pezones se erectaron, y mi entrepierna se humedeció. El roce se sentía bien, y la clandestinidad y todo eso, y el conocerme y descubrirme, por eso lo hice.

Después de eso Catalina no quería jugar conmigo, no me hablaba. Pensé en que sentía vergüenza, pero tal vez sólo dormía. Estuve muy triste ese par de meses de silencio y pegajosa soledad. Dejé de hacerlo un día en que Catalina volvió a hablarme y quiso jugar conmigo y sus nuevas muñecas de trapo. Ya ni veía a mis papás, creo que ni llegaban a dormir los dos, o ninguno algunas veces. Eso me daba lo mismo, Catalina me bastaba y era toda la familia que necesitaba.

Y llegó Arturo a mi vida, el hermano mayor de una amiga de curso. Un día fui de visita a su casa. Yo dormí en la cama que estaba en medio de la de Patricia y Arturo. Patricia dormía profundamente. Arturo conversó toda la noche conmigo y me gustó cómo me trataba. Otro día fui a visitarla porque no había ido al colegio, para llevarle los cuadernos. Arturo estaba solo y me hizo pasar. Patricia había acompañado a su mamá a ver a su abuela que estaba algo enferma, fuera de la ciudad. Quiso recibir los cuadernos y cuando nos despedíamos me dio un beso en los labios. Fue mi primer beso. Lo triste fue que esa misma noche le dio un paro respiratorio y se murió.

Estaba dispuesta a cualquier cosa por él… y ahora no estaba. Me enojé con Dios por permitir que eso pasara. Ya no me importaba nada, salvo que Catalina no me dejara sola otra vez. Y desde ese momento quise ser mala, decidí serlo. A Catalina no le gustaba la idea, pero mis impulsos de rabia y frustración podían más. Y Catalina, a pesar de esto, no me dejó.

Luego fue Roberto, que era novio de una amiga. Pero yo no sabía aún esto. Él me enamoró, y luego lo supe. Mi amiga me lo dijo y al día siguiente lo empujé desde las escaleras en el colegio. No me pude resistir, porque él me habló y envió un beso con la mano. Me acerqué y le empujé, sin que pudiera hacer nada, y volví a clases. Tenía catorce. Pero no pudo delatarme, porque también se murió. Vi llorar a mi amiga, pero fue lo mejor para ella también como para mí, Roberto no se merecía nuestro amor y respeto. Debo confesar que no pensé en que podía torcerse el cuello como lo hizo, sólo pareció un lamentable accidente. Creo que nadie lo vio, sino me habrían delatado. Me sentí algo mal, pero no dije nada, ni a Catalina. Pero de seguro ella ya lo sabía.

Catalina trataba de influir positivamente en mi ánimo, pero aunque quisiera escucharle, no podía. Ese sentimiento de venganza y eterna disconformidad podía más que dos voluntades juntas.

Después de todo esto quise no querer a ningún hombre nunca más. Pero conocí a Alberto. Él era distinto. Pero amaba a Cristina, una compañera de su curso, un año sobre el mío. Yo tenía ya dieciséis y hasta soñaba con él. Con ella coincidimos en aquella fiesta del vestido blanco que les decía, precisamente me la presentaron aquél día, y me fui luego de que Alberto llegara a medianoche a buscarle. Se veían tan felices…

Después del episodio de la autodefensa y del vestido blanco roto, Cristina se acercó a mí por pena quizás. Lo que ella no sabía eran los sentimientos descomunales e irracionales que sentía por su novio. Así llegué a conocer y acercarme más a Alberto. Y casi me derretía cuando estaba cerca de él. No sé si lograba disimular lo que sentía. Ella nunca lo preguntó, por eso nunca confesé. Queriéndolo o no, comencé a coquetearle. Cristina se sentía tan segura de su amor, que a veces lo descuidaba. Alberto se hizo mi amigo, ella nunca lo fue realmente. Y así Alberto se interesó en mí. Yo no sabía que ellos ya tenían relaciones, y me sentí estúpida cuando él me lo contó. Pero ese día también me dijo que hacía mucho que no lo hacían, y que se sentía descuidado y casi abandonado por ella. Yo sólo le dije que pensaba que su novia era una idiota por no prestarle la atención suficiente. Me miró algo turbado, más que mal nunca le había dicho nada parecido, a pesar de haberlo pensado tanto. Ay, Alberto. Tanto me gustabas, no te imaginas cuánto. Y creo que en ese momento lo descubrió. Quise irme, pero él se acercó a mí y me besó. Y luego el cuello, y yo me sentí en las nubes… Después desabotonó mi blusa hasta dejar al descubierto mis pechos. Me ruboricé, pero no le impedí que me los acariciara y besara. Luego me sostuvo contra la pared y sentí algo que se endurecía en su entrepierna… recordé a mamá y al tío, y salí corriendo. Nunca más quise verle, de pudor, de asco, pero ni siquiera tuve que esforzarme para ello, porque cuando corría tras de mí para ver qué me había ocurrido, lo atropellaron a la vuelta de su casa. El suceso salió en la prensa al día siguiente. Ya parecía maldición.

Ahora tengo veinte años y posiblemente me voy a morir. Catalina me dice que no será así, pero no siempre Catalina es escuchada ni obedecida, ni depende de ella este evento.

Tenía diecisiete y me fui a beber algo a la barra de un bar desconocido, siempre había querido hacerlo. Esa tarde salí a caminar, a respirar el frío y llegué ahí. Mis papás no llegarían, así es que no me extrañarían en casa.

Fui con mi vestido negro, mis botas cómodas de taco alto y un abrigo del mismo color, mi cabello suelto y un par de par de billetes en los bolsillos. Sólo quería verme linda para mí, y brindar por mis malos pasares, mi vergüenza encubierta, mi mancha que quería merecer al menos. Ser malvada en serio para que así todo tuviera sentido. Ése año salía del colegio por fin, faltaba muy poco para la graduación. Ya el resto se vería más tarde.

No sabía de la existencia de Julián, un compañero de colegio que siempre estuvo en el curso paralelo al mío. Ese día se me acercó y se presentó, y me dijo que desde el primer día en que me vio estaba enamorado de mí, y que nunca había pensado en nadie más como lo hacía de mí. Lo sentí algo perturbado, como nervioso, como si estuviera en la apuesta final, el todo o el nada. Me inundó una ternura tan inmensa, que lo dejé sentarse a mi lado.

-        Tal vez son tus lentes los que te hacen creer en que soy de una forma, pero no te confundas.
-        No, no es eso, de hecho no uso lentes, estos son de descanso de mi hermano… me los puse para que no me reconocieras, disculpa pero te vengo siguiendo desde tu casa.

Fruncí el ceño y me pareció un tanto obsesivo y psicópata. Y se lo dije.

-        ¿Qué esperas que piense de lo que me acabas de decir?
-        No creas que lo hago siempre, sólo lo hice hoy, porque me decidí a declararme. Lo siento si te hace sentir incómoda.
-        ¿Qué quieres?
-        Que seas mi novia.

Ahora me parecía atrevido y con poco tacto. Ni siquiera le había visto antes, al menos no le recordaba.

-        Pero si nos venimos conociendo sólo hace cinco minutos, ¿cómo crees?
-        Nos conocemos hace años, desde que llegaste al colegio. Es triste que tú no recuerdes haberme visto nunca antes. Tal vez sea porque crecí, o porque nunca te has interesado en nadie durante los recreos en el colegio. Sin embargo yo, cada vez que no te veía era como que me faltara un poco de aire.
-        Tal vez sólo quieres compañía para la fiesta de graduación
-        No pensaba ir

Quedé atónita. ¿Realmente sería posible lo que me decía? Me habló de los profesores, de mis propios compañeros, todo parecía tan natural… pero jamás lo había visto, o al menos no lo recordaba. En verdad siempre sólo le prestaba atención a mis asuntos, nada más. Eso le daba la razón.

-        ¿Te puedo invitar algo?
-        Una cerveza, gracias.

Y bebimos, y nos reímos. Y él me miraba tan dulcemente que me sentí engañándolo. ¿Cómo sería posible que alguien sintiera algo así por mí? Tal vez no me había observado bien, ¿cómo podía estar tan confundido?
Luego lo observé bien y me pareció de pronto muy guapo. Pero también sentí lástima por él.

-        Antonia, ¿quieres ser mi novia?
-        No - le respondí secamente – Pero podemos conocernos si quieres.

Nos bebimos la cerveza y le invité a acompañarme a casa. Brillaron sus ojos. Él vivía, según su descripción, cerca de mi barrio. Las hojas volvían a caer, era otoño otra vez.

Recordé a Fernando. Pero eso no se lo dije.
Llegamos a casa y le dije si gustaba acompañarme a entrar, que mis padres no llegarían. Lo noté nervioso otra vez, pero accedió. Dentro, encendí la estufa, me saqué el abrigo. Me dijo que me veía maravillosa. Tal vez me sonrojé, pero no debió notarlo, estábamos a media luz.

Comimos algo, bebimos una copa de vino añejado de la colección de papá, a riesgo de un buen reto. Bah, me daba lo mismo, las cosas son sólo cosas. Y si están para ello, hay que consumirlas. Reíamos nuevamente, pronto le enseñé mi cuarto. El vino se me subió a la cabeza, y le dije si quería que le bailara (sin alcohol en mi cuerpo jamás le habría propuesto algo así).

-        Haz lo que quieras, estás en tu casa. Me siento feliz en tu compañía.
-        Nunca he estado con un novio en mi cuarto…
-        Dijiste que no querías ser mi novia
-        Las personas siempre dicen muchas cosas
-        ¿Quieres ser mi novia?
-        Ahora sí, ahora te conozco lo suficiente

Se acercó y me besó tan apasionadamente que creí que me desvanecería en ese beso.

-        No soy virgen – me dijo.
-        Ni yo soy Jesucristo – y reímos.

En verdad, ambos lo éramos, pero eso lo supe después.
Me besó el cuello, la piel de la espalda descubierta por el vestido. Me besó los cabellos, la nariz. Yo le acaricié el torso. Y apreté su cuerpo firme con mis dedos, mis huellas estaban sobre toda su espalda. Me comenzó a bajar el cierre del vestido, pero al parecer no sabía cómo. Tal vez los nervios, pensé. No, no sabía que tenía que desganchar primero. Y sonreí porque lo descubrí. Le ayudé y bailamos sobre la cama, como dos ebrios de deseos. Luego lo desvestí, lo acaricié y al verme en ropa interior respiró más agitadamente que antes. Me besó los pechos con tanta dulzura que creí que era un ángel, pero luego cuando intentó introducirse por mi entrepierna con la suya, creí que se me partía el alma del dolor. Pero eso fue la primera vez. Fue una noche increíble, sentir su aroma, su cuerpo. Todo espectacular, como las cosas que surgen espontáneamente, y todo tan armónico, que nadie me lo podía quitar. Despertamos abrazados a la mañana siguiente. Y recordé la maldición.

Pero ese día me llamó y todo estaba estupendo. Dos días y nada trágico. Genial, pensé. Ni ganas de hacerle daño tenía, esto realmente era distinto. Hasta que al tercer día le vino una parálisis muscular y no pudo volver a levantarse. Los médicos dijeron que era muy extraño y al parecer, degenerativo. No soportaba verlo así, sus ojos me decían vete, no me veas así, no sientas pena por mí, no quiero ser tan lastimoso. Lloraba todo el tiempo. Y cuando los médicos dijeron que no había vuelta, preparé su muerte. Él no hubiese querido seguir así, ni mucho menos empeorando.

Fui al psiquiatra, y él me hizo escribir un ensayo sobre mí y Catalina.
Ha sido la primera persona que ha escuchado sobre ella, y me dijo que era ella la responsable de mis alteraciones mentales. Yo no creo tenerlas. Le dije que Catalina era la gemela buena, pero no quiso atender a mis dichos. Dijo que hay que extirparla, tanto física como mentalmente, si es que no era sólo una invención mía, pero esto último no lo dijo, aunque lo insinuaba su lenguaje corporal y su entonación al referirse a Catalina.

Catalina, no obstante, me dice que le cae bien el médico, que es bien parecido, joven, atractivo e inteligente, y que no estaría mal hacerle un favor de los que le hacía la psicóloga a papá o mamá al tío Juan Pablo. Que eso sería adecuado, y sería una forma de agradecerle por su gentil trato. No sé si Catalina esté al tanto de lo que llamo mi maldición, tal vez no lo haya notado, porque no le he dicho expresamente y no tiene por qué especular. Y que esto de agradecerle, ayudarle a desestresarse al psiquiatra, debía ser antes de que leyera este breve relato, esta “terapia” de reconocimiento, como la llamó. De paso, me ayudaría a mí también al desestrés y a pasar un agradable momento en su compañía. Por eso me puse el vestido rojo escotado y las medias caladas bajo el abrigo ajustado para venir a la cita de hoy...

martes, 8 de noviembre de 2011

Gato perdido


Cambiar para que todo siga igual. Eso es un gato perdido.  Cambiar para lograr el mal menor. (O tal vez sea sólo un gato sin olfato, o bien, gato viejo y prófugo que sólo busca sentirse pertenecer y no molestar al resto ni entorpecer su normal funcionamiento en esta sucesión algo ininterrumpida de imágenes y sensaciones). Así, tal cual. Gato perdido. O vagando por las noches eternas, o verificando que ya no te pueden ganar sobre tu pérdida, o mantener un virtual empate, hacer tabla. O sólo ser parte de ese inmenso auditorio, perdiéndote entre sus jugos y delirios, sin aportar una idea nueva o satisfactoria.

Porque uno va jugando, va apostando, poniéndole… pero eso no es más que un sutil aporte, burdo, pequeño… diminuto. Ínfimo, hasta nimio. Lo que debe dar cada cual para tener lo que se supone debe tener cada cual. Un eslabón más de la interminable cadena, sin mérito, cumpliendo sólo expectativas.

Mi problema es que a todos le encuentro una gracia particular. Que me voy encantando con todo el resto. (Pero es que). Por otra parte creo tan firmemente en la monogamia, y en que a pesar de nuestras características humanas tan marcadamente infieles, podemos estar con una sola persona a la vez.  Porque chocan estas dos realidades y verdades tan mías como tú.

El tiempo es tan relativo, pero al fin y al cabo siempre es un gato perdido