domingo, 27 de mayo de 2012

Una historia poco original.


Cabello largo, frente amplia, nariz aguileña, ojos pegaditos, un aire de misticidad y un caminar muy particular, ese aparecerse por la facultad de vez en cuando. Coordinado probablemente con sus horas de clases. De hecho, en un comienzo se le confundía entre tantas nuevas caras, pero de a poco se empezó a diferenciar del resto. Tenía 21 años, y Sofía tenía 18. Benditos dieciocho que creía no tener aún, que no los sentía pertenecer en su mundo tan ajeno para ella, del cual había querido escapar meses antes. Pero lo retuvo un pirigüín en el vientre de su hermana menor.



En un comienzo estudió otra carrera, tuvo otras parejas y muchas historias que le pertenecen sólo a él. En el segundo año de esa primera carrera decidió irse a pesar de que no le iba mal, ese marcharse retardado por su relación amorosa de entonces, simplemente porque no le gustó la carrera sumado a muchas otras razones. Pero llegó a estudiar su nueva carrera, y retrasó un par de ramos el primer año. Y eso fue lo que lo acercó a esa chica de cabello rapado, que creía ser ruda, que quería serlo pero que en el fondo ni ella se lo creía. O en realidad eso de los ramos fue sólo un hecho circunstancial e irrelevante para esta historia. Aunque lo verdaderamente determinante de ello fue la manera singular de saludar con la mano de ése muchacho tan particular: extendiendo la mano derecha, mostrando la palma con los dedos juntos, pero sin abanicarla. En realidad la mano decía algo así como detente, pero el rostro esbozaba algo parecido a una sonrisa. Amable, una sonrisa amable. Eso llamaba enormemente la atención de Sofía, y también su enorme chaqueta impermeable verde musgo.



De a poco esa muchacha comenzó a sentirse atraída por ese ser que le parecía tan etéreo, etéreo ser, tan como perteneciente a otro lugar. Tan amable, que sabía cosas tan interesantes y la hacía sentir tan niña. Todo parecía tan natural con él, se sentía tan ella. Hasta que se conocieron un poco más y comenzaron a hablar de sí, ella le hablaba de su otrora actual pololeo. Nada más tedioso y sin sentido. El día en que él le invitó a tomar un café al Ombligo, planta baja, ella sintió que él era perfecto. Le dijo que no tenía por qué estar en una relación que no quería, un consejo maduro y desinteresado. Ella le encontró tanto sentido a esas palabras que dos días más tarde ya había roto una relación de un año y un poco más, una relación en la cual no estaba cómoda desde ya hacía mucho tiempo, pero que no la había acabado sólo por falta de decisión. Y tal vez por miedo, mucho temor. Esa tarde en El Ombligo, el tiempo pareció consumirse mucho más de prisa, desaparecer hasta anochecer, y llegar el momento de irse. Ella guardó en su Código Civil los dos barquitos hechos con servilletas por él, al parecer sin que su forjador notara esa apropiación.



En su clase de Redacción Jurídica un día miércoles en que se sentó atrás por haber llegado tarde, le escribió la primera carta al joven que le robaba toda su atención. Era una carta alegre y no pretendía nada más que demostrarle agrado, gratitud tal vez por su existencia y amabilidad. Una pequeña hoja de papel escrita y doblada en cuatro, o en tres o en dos, da lo mismo, aunque lo cierto es que fue en tres. Y sin sobre, porque fue improvisada y decía cosas simples, el mismo papel era suficiente. Fue la primera de muchas cartas, dentro de las cuales se contaba una de siete hojas, la más larga. Probablemente todas terminaron rotas en ese cajón junto a su cama, en ese tercer piso con vista a la parroquia. En un momento de descuido del grupo de aquél día, ella le entregó la pequeña misiva y él la guardó en su larga casaca impermeable verde musgo, llamada Sergio. La guardo con un velo de secretismo, coherente con el secretismo en que fue entregada, y además con un dejo de molestia y sorpresa en el rostro, tal vez tedio, tal vez decepción. Tal vez intuyendo algo de ese simple gesto, algo que no quería o que no necesitaba. Ella estaba muy nerviosa y probablemente se sonrojó, pero como ya era de tarde y estaba oscuro, no se notaba. En su presencia parecía un pollito acurrucado y tímido, incluso sorprendía con esas reacciones a sus nuevas amigas que le decían que era realmente otra persona si sabía de su presencia, que él estaba cerca, pero realmente no lo podía controlar.



Tal vez González era así por ese atropello del camión cuando iba en bicicleta por la carretera, tal vez. Volteó y vio casi encima el camión maderero, volvió a mirar al frente, cerró los ojos y lo único que recordaba más tarde era un flotar interminable en una especie de mar confuso y tranquilo. Luego, las cicatrices en sus brazos que parecían intentos de suicidio le recordarían ese episodio adolescente, en que estuvo cerca de dejar este mundo. Pero lo recordaría con cariño, como agradecido. Tal vez era así porque era así nada más.



La carta le pareció una niñería, pero un gesto tiernucho de esa joven tres años menor. A pesar de que en ella Sofía no confesaba lo que le provocaba (porque ni siquiera lo había definido aún, ni se lo había preguntado siquiera), se intuía algo por el estilo, el lenguaje corporal siempre dice mucho más de lo que expresamos a través de palabras, es evidentemente más revelador y superior que las mismas, particularmente en este tipo de cosas.



Nada dijo sobre la carta, nada en ese momento, pero no se alejó. La guardó y ya. En el fondo algo sentía por esta niña, pero algo diminuto, no intenso como sentía ella. Sólo quería que se conocieran, que ella no lo idealizara, que no fuera así. Pero las cosas nunca son como se quiere o se dice que se quiere que sean.



Una tarde la invitó a tomar café a su departamento. Algo totalmente nuevo para ella, pero no tan inusual para él. Era un día viernes y su hermana, con quien vivía en esa ciudad universitaria, viajaba a su casa, distante un par de horas en bus. Él le mostraba a Sofía cosas curiosas en Internet, la mayoría eran videos y cosas parecidas, música y juegos. Empezaba a oscurecer, serían eso de las ocho de la noche. Había sido una buena tarde, de lluvia agradable. De pronto, cuando ella estaba frente a la pantalla tecleando cosas con él a su lado, entró la hermana saludando naturalmente, probablemente como siempre, ignorándola completamente. Atravesó esta hermana la puerta que separaba la sala de estar con la de su dormitorio, se demoró un par de minutos y volvió a salir con un bolso grande, se volvía a casa. González ese fin de semana no viajaría. Esta hermana tenía exactamente la misma edad que Sofía, el mismo día, mes y año. Pero eso no significa que se llevarían bien, o que tuvieran siquiera un tipo de relación, no señor.



-        Se me hace tarde... ya es más de las ocho y está oscuro

-        Si quieres puedes quedarte aquí, yo duermo en la cama de mi hermana, se fue a la casa

-        ¿No es molestia? Digo, quedarme y todo eso...

-        No, está bien así, no es una molestia para nada, así también puedes revisar tu correo y esas cosas

-        Bueno, llamaré a casa para avisar que se me hizo tarde



Más tarde tomaron café, conversaron, rieron. El tiempo seguía pasando tan de prisa en su compañía. González le presentó a Pino, un pequeño pino radiata en un macetero en la sala de estar… le gustaban mucho las plantas. Incluso un par de años después Sofía le acompañó a llevarse un poco de tierra de hoja a su departamento, tierra que descubrieron en un paseo que dieron por la universidad. Le contó la historia de Pino y cómo llegó a traerlo al departamento, viajando en auto un par de horas. Eso le pareció a Sofía muy extravagante, peculiar, tierno y trataba a Pino como si fuera otro comensal. Comían sobre la mesa cuadrada, y era todo muy de él. Miraba el sillón largo de cuero sintético negro, sus homólogos pequeños, el parqué, las ventanas, las cortinas blancas transparentadas del comedor/sala de estar. Todo le parecía bien y en su preciso lugar. Más tarde llegaría un librero, donde pondría un cráneo de res en la parte superior como una macabra decoración, perteneciente a la indiferente hermana, varios libros, el Aurelio Baldor, un cilindro con lápices que Sofía misma le obsequiare, una concha de caracol de mar, un macetero con pequeños brotes y apuntes de la universidad.



-    ¿Puedo darme una ducha? Es que me gusta el agua después de la lluvia, y me siento sudada… no quiero dejar tu cama sucia

-        No hay problema, te traigo una toalla, un buzo y polera de pijama

-        Muchas gracias



Sofía secó su cabello, y él le presentó su dormitorio. Que se sintiera como en casa, que si tenía frío la estufa se enchufaba ahí, que duermas bien.



-        ¿Duermes conmigo?

-        ¿Qué? No, yo duermo en la pieza de mi hermana – con una mueca de sorpresa mezclada con tintes de sentirse escandalizado

-      Anda, duerme conmigo, no quiero dormir sola – con esa insistencia que sólo ciertas personas faltas de tacto logran desarrollar en su vida



Su rostro decía sorpresa, nervios, cara de no entender, cara de no saber qué se imagina esa cabra chica. Pero parecía tierna y convincente. Que nada malo podría resultar de aquéllo. Y así también ella lo creía en su interior.



-        Pero si sólo es dormir, nada más. Siempre duermo con Eduardo cuando me quedo en su pensión y nunca hay problemas. No quiero dormir sola. Me da miedo tu pieza sola.

-        ...   – una expresión forzada, algo sonrojado, pero convenciéndose de a poco

-       Es dormir en el mismo lugar solamente, no quiero sentirme tan rara en un lugar desconocido. ¿Cuál es el problema? Uno siempre duerme con sus amigos

-        Eeeehhhhhhhhh

-    Es que me siento extraña si no. Yo me duermo y ni me muevo. Cuando me duerma, te levantas y te vas. Es todo. Oye, no muerdo – y lo sellaba con su sonrisa que le salía sólo cuando estaba enamorada, primera vez tanto, mezclada con su ingenuidad aún imperante a sus dieciocho, donde alejaba todas sus ganas de ser antipática e irónica, como lo era usualmente

-        Es que…

-        Si no te parece apropiado, no hay problema, no te urjas – y sonrisa de vuelta con mueca de que no importa

-        Mmm… - y luego de una pausa pensativa en que parecía estar perdiendo algo - Bueno. Está bien



En verdad Sofía varias veces había dormido con su amigo, al que aludía, y no le parecía algo escandaloso. Nunca se le había pasado nada raro por la cabeza, ni algo parecido. Lo que no consideró fue que le gustaba este joven, lo que diferenciaba rotundamente ésta a las veces que había dormido con Eduardo. Eduardo no le gustaba, González sí. Pero no tenía mala intención, y no quería más que estar a su lado, conversar otro rato. Fue muy extraño cuando se acercó él, apagó la luz alta y encendió la del velador. Ella le pidió que leyera algo de un libro, le escuchaba con mucha atención, aunque no lo que decía, sino su voz. Luego él dejó a un lado el libro, la noche ya había entrado en todo su esplendor. La miró y le dijo que se acercara, para abrazarla, envolverla con el brazo. Sintieron sus cuerpos, y fue muy agradable la sensación, chocaron sus pies, se abrazaron fraternalmente en ese momento. Sólo fraternalmente, como un abrazo querendón. Luego él apagó la luz. Y seguían abrazados. Ella lo abrazaba por la cintura, apoyando el mentón en su pecho, y él la rodeaba por los hombros. Y se sentía bien, no hubo ninguna perturbación, el mundo estaba completo, perfecto. Estuvieron largo rato así, ella apenas respiraba, no se movía a causa de los nervios, el corazón latía muy de prisa y casi se le arrancaba del cuerpo. Pero no se quería mover. Aún no dormía, no podía dormir aún. Pero ya se estaba haciendo la dormida para liberarlo, porque ya se daba por pagada por mucho más de lo que nunca había imaginado.



Él se incorporó como queriendo decirle algo (presumiblemente su hacerse la dormida no fue tan convincente, nunca había sido buena para esas cosas) y se miraron a la cara en la oscuridad; la luna o las luces artificiales de la noche permitían adivinarse entre las sombras no tan profundas, además las cortinas no estaban cerradas, las más oscuras, las verde oscuro del dormitorio. Los visillos solamente estaban corridos. La miró con gesto escrutador, como si quisiere averiguar algo, y ella continuaba impasible en su silencio, coherente con lo dicho anteriormente... era natural estar con él ahí, sin perturbarse, sin siquiera que pareciere tan novedoso. Hasta que González habló.



-        ¿Qué te pasa conmigo? ¿Qué sientes por mí?



Sofía incendió sus mejillas, le pareció que él se creía importante, pero en verdad tal vez ella sólo había sido muy evidente y a él le interesaba saberlo, o que ella lo dijera de una vez, que lo confesara...



-        ¿Por qué lo preguntas?

-        Ay, mira, me escribes cartas, me pides que me acueste contigo hasta que duermas...



Sigue un silencio, mirada tímida de Sofía y mejillas sonrosadas, con una sensación como de escape en ese momento, como queriendo no tener que decirlo, cómo me desentiendo de esto, atónita por la pregunta. Un silencio seguido de una vocecita que casi no quería salir. Pero la oscuridad ayudó a que por lo menos las mejillas encendidas no se notaran en todo su esplendor.



-        Me gustas, puh

-        …  - (Breve silencio, y luego a la carga en contra de la pobre y triste Sofía ilusionada) - . Mira, yo estoy bien así, no tengo intención de tener una relación ni nada... Eres bonita, tierna, pero no quiero estar con nadie en este momento. Estoy concentrado en mis ramos, en otras cosas. No estoy preparado para estar con nadie

-        ¿Para qué me preguntas, entonces? -  (Pensando en “qué cruel eres, pero gracias por la honestidad” y también en “yo no te estoy diciendo que tengamos algo, sólo te dije que me gustas, para qué tanto escándalo, más encima fuiste tú el que preguntaste; qué eres raro”).

-        Para que lo sepas, y no te sigas pasando películas – (Ahí sí cruel y despiadado, porque nunca se debe escupir a la cara algo así, al menos si se sabe que no se puede ir de ahí la persona receptora, o que no es del todo rotunda la aseveración que se lanza como casi una defensa a un ataque nunca formulado. Aseveración como cuchillo, porque Sofía lo sentía así enterrado en el pecho).



Empezó algo parecido a un sollozo que pronto sería llanto, pero lo reprimió con todas sus fuerzas, aunque sus ojos expresaron todo eso. El pecho abierto, porque te dejan indefenso ante algo para lo cual no estabas preparado, pasó todo tan rápido. Sofía desvió la vista porque sabía que si seguía mirándolo a los ojos sin duda no podría seguir sosteniendo ese impulso, esa reacción comprensible. Se sintió estúpida, pero agradecida. Lo único que no lograba entender era el por qué de dejarla seguir pensando cosas de él, no cortarlo de raíz, tomar otra postura o distancia; que no se notara tanto que tenían feeling, afinidad en chileno (aunque después de varios años Sofía se daría cuenta que González era así con todos; maldita sea, si me hubiese dado cuenta antes, no me habría sentido tan especial para él, porque en realidad no lo era más que el resto; y así no me habría fijado en este hombre, que soy imbécil. Aunque no tengo la culpa de que la gente no sea auténtica, ya, sólo soy pava). Él era raro, pero se sintió agradecida, se dijo que era mejor saberlo desde ya. Estaba tan enamorada de González, le atraía tanto, pero no se lo habría dicho esa noche si él no se lo hubiese preguntado de esa manera tan directa en que no pudo zafarse al sentirse acorralada. Él era distinto. Quería llorar, porque ya se daba por vencida, él había dicho que era linda, pero... nada más. Y lo entendía. Sólo agachó la mirada para no llorar, pero él estaba de una manera extraña, como luchando con algo, como arrepentido de decir lo que había dicho, ella pensó que sería por pena. Por eso no lloró aún. Hubo un silencio profundo por un momento, luego del cual él se acercó y le besó los labios rozándolos solamente, como beso de niño. Ella no entendía, ¿por qué hacía eso?  No era consecuente ese beso. En realidad, él nunca lo fue: ser consecuente. Lo miró con cara de interrogación y desgarro interno, y lloró por fin.



-        No te entiendo, acabas de decir... – entre sollozo y sollozo

-        Es que... Mira, también me gustas, pero es que no estoy preparado para tener una relación...



A ella ya le sonaba como a que se trataba de disculpar por no corresponderle, o que se adelantaba a que no tendrían algo en ese sentido, que no se siguiera entusiasmando con él porque nunca tendrían nada serio o que valiera la pena. Tuvo ganas de decirle: ya, es suficiente, no sigas, ya lo escuché todo… ahora sí quiero dormir. ¡Ándate a la… pieza de tu hermana! Pero justo en ese momento él se acerca y le besa en la boca, esta vez con pasión, con ganas, como dejando salir un impulso más grande que el impulso de ser coherente con su discurso de querer estar solo y ser consecuente con lo que acababa de decir. Ella no comprende, pero se entrega a ese beso, y a las posteriores caricias, a sus manos, su lengua, sus dedos... Pero ella no había tenido a nadie dentro de sí aún, tal vez por eso él no se introdujo en ella. Por consideración, y por su eterno miedo a embarazar. Porque ganas no faltaban; pero ella también habría dudado si él lo hubiese intentado aquélla noche, tal vez por miedo, nervios, vergüenza, pudor. O sólo por no entregarle aquéllo a quien no le quiere. Porque precisamente habría sido eso, hacerlo con alguien que no te quiere.



A la mañana siguiente ella despertó en su cama, sola, él al parecer la había ido a mirar un par de veces, pero el cansancio pudo más. Se quiso ir, arrepentida, pero él preparó desayuno y eso la retenía un poco más. Maldita sea, me quiero ir. Me siento eternamente sucia. He manchado con esto a toda mi futura descendencia, si es que llego a tenerla. Me voy a meter a un convento a rezar por mi alma impura. Vergüenza, mucha vergüenza. Vergüenza eterna y sombría. Era todo muy raro, como luego de pasar una noche especial con alguien prohibido y luego tener que verlo a la fuerza, o después de imaginarlo y darte cuenta que en realidad sí pasó. Así de incómodo fue ese principio de mañana. Tristeza en sus ojos, por sentirse una idiota al haber hecho lo que hizo con quien no le correspondía. Nada dijo sobre eso, como si no hubiese ocurrido, porque entendía que él no sentía algo por ella que valiera la pena.



Pero él tocó el tema. Le dijo que no era que no sintiera algo por ella. Algo como una luz se encendía, y la decepción cedía terreno. Él tomó un cuaderno y un lápiz. Dibujó un círculo del cual salía una línea y de ella dos más y más arriba dos líneas más, a modo de persona. Le dijo que era él. Luego dibujó un círculo en derredor, que le encerraba. Después dibujó otro ser, pero con un triángulo a modo de vestido cerca del otro ser masculino, dentro del círculo-burbuja que lo encerraba. Luego explicó, ésta eres tú. Fuera de la burbuja puede haber mucha gente, mucha, pero tú (señalando al dibujo con vestido) lograste, no sé cómo, entrar aquí. Estar así de cerca. Porque los dos garabatos estaban cerca. Me cuesta mucho querer a la gente, pero a ti te quiero. El dibujo era muy gráfico y lo que no le dijo la noche anterior se lo decía ahora de esta manera. Al menos era algo, mucho más de lo que ella creyó en un momento: le quería o al menos le tenía cariño. Y le explicó que no es que no sintiera cosas por ella, pero que no estaba en condiciones de ofrecerle compromiso. Y le sonrió.



Siguió pasando el tiempo, estuvieron juntos de esa manera tan intermitente. Ella se conformaba con su compañía, a pesar de saber que él no sentía lo mismo. Eso tal vez sea sólo una forma de no quererse lo suficiente, o de conformarse con tan poco que tienen ciertas personas que están obnubiladas por alguien. Una especie de ceguera, hermana pequeña de la obsesión. El enamoramiento, ése estado tan intenso y fugaz, que puede extenderse por un tiempo o extinguirse, dependiendo del caso. Sofía estaba enamorada.



Los primeros días de septiembre, le pidió pololeo. Pero eso duró una semana, sólo una, porque luego él dijo que ya no estaba seguro de querer seguir con ella. Ella se devastó, pero fue interno. Le quería tanto que estaba dispuesta a seguir siendo su amiga, a pesar de lo que sentía. No cambió su actitud hacia él, no se enfadó (de verdad no se enfadó), siguió como si nada pasara, como si no le doliera en sus adentros esa decisión, porque ante todo lo respetó. Al parecer le quería de verdad. Tal vez en su interior sabía que esto vendría, unido a la oculta esperanza de que no fuera de esa forma. Y así un mes. Durante ese mes él probablemente cerró historias antiguas por completo, la observó y pensó que no estaba tan mal ella, y que curiosamente no había sobrerreaccionado a lo ocurrido. Y que tal vez no era tan sólo una cabra chica encaprichada. Porque González creía que eran caprichos. Se convenció de que en realidad algo sentía por ella, porque le extrañó, de esa manera en que sólo se le pueden extrañar a las Sofías.



Las únicas palabras escritas con su puño que le brindó fueron las que estaban insertas en una dedicatoria de un pequeño libro de poesías de Vicente Huidobro que le regaló los primeros días de octubre. En algún momento ella le había dicho que le encantaba el poema “Monumento al Mar”. Luego comenzaron un pololeo de hecho, ella no le iba a decir que no, porque no tenía tan arraigado el orgullo en sus venas, creía férreamente en que los humanos se equivocan mucho y también creía en el perdón. O puede que simplemente seguía tan enganchada a ése personaje que simplemente no pudo decir que no. Tal vez se llama estupidez, tal vez enamoramiento, tal vez poco amor propio o poco orgullo. Tal vez dar una oportunidad, porque sabido es que la vida no da segundas oportunidades.



Estuvieron un tiempo teniendo contacto físico, una historia poco original. Whiskey _in_the_Jar. Contacto físico contra el suelo de ese departamento, en la cama, en el sillón, pero no lo habían acabado por consumar, era sólo caricias algo subidas de tono. Y ella ya le era tan familiar ese lugar, ese lugar en alturas, que hasta descubrió que el semáforo que daba justo en la esquina mirando por la ventana del dormitorio aquél, le coincidían los dos hombrecitos rojos durante un segundo y fracción, luego de los cuales volvía a aparecer un hombrecito verde, luz para avanzar; o sea, que durante un segundo y fracción ambos estaban en rojo peatonal, cosa curiosa para ella que pasaba horas mirando por la ventana cuando no podía dormir. Así se entretenía, o contando las gotitas de frío que rodaban por la ventana por la madrugada. Detallista de cosas insignificantes, pero que le servía para recordar, ya que Sofía no tenía una memoria muy buena. Pero de lo poco que se acordaba, se acordaba bien.



Dos meses más tarde, un día previo a un examen para aprobar un ramo, se les ocurrió ir a comprar condones. Y sólo por la excitación que les provocaba tener esos adminículos, dejaron los estudios y se fueron a la cama. En realidad a ella le llamaba la atención, pero no estaba del todo convencida; y él… bueno, habían condones. Gritaron como monos un par de horas, literalmente y por jugar. Ésa fue su primera vez y le dolió hasta el alma, quizás por falta de lubricación por los nervios, aunque él no sintió ninguna diferencia con sus veces anteriores. Eso le pareció triste, porque para ella sí fue algo que se escribiría en su historia, a su pesar. Ese mismo año, ella fue al ginecólogo para que le recetaran anticonceptivos. Así, las posibilidades de estar frente a un embarazo no querido disminuían. Además, el siempre se iba afuera, de común acuerdo, para mayor seguridad. Pack tres en uno, para no correr riesgos. Eran un par de desconfiados del azar.



De a poco él comenzaba a quererla más, aunque no lo expresaba sino a su manera. Cosa que ella vino a descubrir mucho tiempo después. Ella al parecer necesitaba formas distintas a lo que él le podía ofrecer en cuanto a demostración de cariño. Las mujeres y sus famosos ritos. Pero así son las mujeres y, en especial, las Sofías.



Hacían muchas cosas juntos, ella se quedaba a dormir con él, y no sólo dormían. También se jabonaban la espalda, él le cocinaba siempre. Sofía fue aterrizando lo que sentía por él, pero le quería mucho igualmente. Mucho más que él a ella, siempre fue así y siempre lo supo. Un día cualquiera estaban terminando su relación, como muchas veces pasó en su relación, porque no podían decir adiós y ya. Una de aquéllas veces ella estaba con él tomando café, él gustaba mucho del café. La comunicación ya no era la de antes, pero tenía esperanzas en que algún día por fin podrían tener la complicidad suficiente. Día que nunca llegaría, al parecer. Pobre Sofía, ilusa Sofía. Ése día ella se iba, enojada tal vez, pero terminó por quedarse. Se había hecho ya muy tarde, estaba de noche. Después, ya calmados y sin discutir, con pausas de silencio prolongado y a modo de tregua, ella le pidió que la mordiera. Él obedeció y el resultado de todo ese juego fue que una silla de las dos que tenía él en el departamento terminó desencajada. Ella cabalgando con ropa sobre él era una forma de estar más cerca, eterna forma incompleta, que le pesaba más a ella que a él, puesto que el orgasmo femenino es 90% mental. El problema mayor era la falta de contacto físico por mucho tiempo, así comenzaban los problemas, por falta de actividad sexual (aunque tampoco era que se hicieran mucho cariño ni abrazos, ni esas cosas de pololos enamorados). Porque sabido es que una relación de pareja sin buen sexo está destinada a no ser una buena relación. Y esto paso aquí. Ella siempre estaba a medias, siempre faltaba algo, por eso necesitaba más contacto y/o tenía más ganas de discutir. Bien se sabe que una mujer contenta brujea menos. Qué mejor que te tengan con una sonrisa en la cara. Pero él adscribía a una extraña creencia que consistía en esto: cuando estaban enfadados, era mejor no hacerlo. Pamplinas, puesto que de hecho, es una manera de empezar a arreglar las cosas, de querer ceder para llegar a un acuerdo. No es “la” forma, pero de que ayuda, ayuda. Siga el razonamiento: puede que incluso las peleas empiecen por falta de sexo, porque no me diga que no se transforma en necesidad después de conocerlo, y al retardarlo más, viene más enojo como una bola de nieve. La maldita falta de comunicación. Y esta falta de comunicación es grave en una pareja, porque puede que esta dimensión sea la que distingue precisamente (no exclusivamente, claro está) a un amigo de tu amante: el contacto físico sexual. Sería como una falta de comunicación sexual, y esta sería a su vez la que condena las relaciones amorosas al fracaso. Si uno está feliz en eso, todo es más sobrellevable… Y eso Sofía lo sabía muy bien. Jamás pudo entender esa extraña creencia de González, o mejor dicho, compartirlo.



Puta falta de comunicación, raíz de todos lo males en las relaciones humanas en general. Me caes mal, te detesto. Y quiero que sepas que te saco la lengua y te escupo a la cara por entrometerte en las relaciones de las personas. Y, por supuesto, en las mías.



El par de años restantes en que estuvieron juntos fue de dulce y de agraz, y cuando ella se convenció de que él seguía en la relación sólo por obstinación, sólo por no querer aceptar que tal vez se habían equivocado al tratar de seguir juntos después de tanto quiebre, decidió no seguir. Lo determinante fue que una persona que conoció en un viaje, bendito viaje revelador, que ahora es muy querida y respetada por ella, le preguntó algo que caló muy profundo en su alma, pregunta mágica. Y esta era tan simple y tan obvia, pero que ella no se lo había preguntado hasta entonces, sólo porque no lo quería ver: ¿eres feliz?



Ante lo cual Sofía no pudo sino llorar sin consuelo, explotar en llanto, con angustia y con mucho dolor, amargamente. Y por horas. Simplemente porque comprendía algo de lo cual no quería convencerse: no estaba siendo feliz. Y que probablemente no lo sería si seguían así. Eso fue determinante para que un par de días más tarde, ese 14 de febrero, ella decidiera ya no más de esto y se lo expresara de alguna manera que no le permitiera arrepentirse, porque ya no estaba dispuesta a no ser feliz. Se secó las lágrimas al otro día y las tiró por la ventana para que no volvieran más. Y no volvieron más. Incluso tuvo intenciones de tener un affair con un lugareño, para ponerle una guinda a la torta y que fuera del todo irreversible la decisión, pero al momento de los qué-hubos, arrugó. No era la forma. Sofía no estaba lista para eso, además, el tipo no le gustaba lo suficiente para darle un beso. Jugó un poco, se dejó querer, pero sólo para sentir que todavía provocaba al resto, que no era que el mundo se acababa con un fracaso así. No quiso llevarlo a más, aunque estaba todo dispuesto para ello. Oportunidades nunca faltan, dicen por ahí. Pero Sofía no quiso.


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El día viernes 26 de febrero del año 2010 Sofía lloraba al escuchar la presentación de un guatemalteco conocido en el Festival de Viña de ese año, con sus letras tan ilustrativas y precisas. Ese día se había reunido con su ex, González, y las canciones se lo traían a cada rato. Lloraba por esos casi tres años, por todo lo que lo quería, por todo lo que lo había querido… por haberlo visto y la despedida postergada. Lloraba para cerrar el ciclo, y también porque a las mujeres les gusta llorar para borrar, para poner punto final y luego poder volver a respirar sin perturbaciones. Todo porque ese catorce de febrero él le envió ese mensaje de texto que le decía “feliz cumpleaños y feliz día”… Feliz día… Ése “feliz día” detonó y marcó, determinó el último suspiro de agonía de esa relación. Agotó todo lo que quedaba de paciencia, fue el último empujón, el detonante. La chispa a la mecha. Ése feliz día le pareció tan fuera de lugar, una frase tan poco sincera y forzada (porque precisamente él nunca la había amado, nunca habían sido enamorados,  incluso él la censuró en una ocasión en que a ella se le escapó un tímido te amo); y tomando en consideración el estado actual de los acontecimientos, lo poco cercano que lo sentía, el agobio acumulado, la desesperanza al darse cuenta que ya no se podía seguir así, y que ya no estaba siendo feliz… Explotó… ya no podía soportarlo más. De vuelta le escribió a González que la relación se acababa, que ya no era lo mismo, que quería retornar, volver a ser ella. Y que si seguía con él, no se podría. Fue lindo, gracias. Esa tarde de 26/f era ya casi dos semanas después del quiebre, de la decisión, del adiós definitivo. Feliz día… y sacando cuentas, lo fue.



-        Jamás celebrar un maldito mes en los tres años de relación, jamás un algo más de ”te quiero mucho”… y éste me viene con un puto “feliz día”… ¿Feliz día? Si ni siquiera me apoyó para mi viaje a Santiago, sin siquiera darme ánimos o una despedida como corresponde, teniendo que acudir a Luis y Andrés para irme a dejar al terminal siendo que él estaba más cerca del mismo. Ni siquiera me dijo ese ocho de febrero, cuando habíamos terminado la relación de común acuerdo en su departamento, que quería estar de verdad conmigo… sólo con decirme que “no tenemos una relación tan mala como para terminar”, deduje el “pero tampoco es tan buena como para seguir juntos”. Y así lo acordamos. Estabas satisfecho, inmensamente satisfecho ese día, respecto a que no quisiere seguir contigo en ese escenario. Y eso fue antes del viaje. Satisfecho, incluso aliviado diría yo. Pero se me hizo tarde y me tuve que quedar a dormir en tu departamento, porque como en todas nuestras discusiones, se alargaban las palabras y se acortaba el reloj. Y pasó lo que pasaba cuando me quedaba, dormimos juntos, fue la última vez aquélla vez, yo lo sentí así toda la noche, fue como nuestra despedida. En el fondo tú lo sabías también. Fue sólo un estar de hecho, por las circunstancias, por rememorar, por despedirse quizás, por todos los años vividos. Y misteriosamente asumimos que habíamos vuelto, pero nada dijimos, nada arreglamos. Al otro día volví en la tarde a verte, a mostrarte el bolso negro de viaje que me compré, y para despedirme. Nada dijiste con respecto a nosotros. Sólo nos tratamos como si todo estuviera bien, como si el cristal no estuviere roto. Me compraste un helado en el Dimarco. Menta italiana con chocolate almendrado. O tal vez sólo fue un helado mixto o de chocolate del Doggis. Da lo mismo, fue helado. Así de helado lo que sentí adentro. Sí, fue menta italiana con chocolate almendrado, mi favorito de siempre. Y me dejaste en los Tribunales. Subí al micro, y te miré por la ventana hasta verte desaparecer. Al día siguiente los dos buenos amigos que viven cerca de mi casa, con los cuales compartimos la parada de bus, se levantaron muy temprano, madrugaron (cosa ciertamente rara en ellos) y me fueron a dejar al terminal de buses con casi el pañuelo en la mano para decir adiós. Y me despidieron y fueron ellos tan considerados que nunca lo olvidaré. Porque estuvieron ahí. Al igual que Eduardo, mi gran amigo, que también estuvo ahí, como lo ha estado cada vez que más lo necesito. No fuiste capaz de ofrecerte a ello, ir a dejarme, despedirme, siendo que a ti te quedaba mucho más cerca que a mis amigos ese pequeño viaje, y considerando que tú eras/fuiste mi pareja, no era tan descabellado esperar tal gesto. Pero no se te ocurrió ese detalle. La vida está hecha de detalles. Millones de miles de millones de detalles. Cada detalle es una bendita decisión, no lo olvides.


Por eso, me extrañó tu reacción frente a mis ganas de no seguir juntos, ya no lo estábamos. Ya no éramos felices. Y sólo por tu obstinación de arreglar las cosas, tu “cómo me iba a equivocar tanto”, tu no construir ni aportar porque nunca conociste la palabra perdonar (perdonar es amar)… ya nada más que lo que hice podía hacer. Sólo fue la forma lo que te enfadó.


Ese 26 de febrero lo que me reprochaste fue precisamente sólo la forma: terminar contigo por mensaje de texto (algo que jamás imaginé que haría en mi vida); y no el fondo: el hecho de terminar la relación. Lo hice de esa forma porque lo creí efectivo, cada vez que terminábamos mirándonos a la cara, nos arrepentíamos, me arrepentía. Volvíamos. Necesitaba estar lejos, no verte, no tenerte cerca, cortar el chicle que nos pegoteaba. Mientras más lejos, mejor. Además, si lo hacía así, no había vuelta: no me perdonarías eso y así sería más fácil cortar lazos. Así nos ahorrábamos más agonías innecesarias. Te quería mucho como para seguir matándonos de a poco. Y a pesar de que llegaste a pie a verme después del terremoto a mi casa, lugar algo distante de donde tú estabas, nada había cambiado. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar cuando me fui a acostar ese 27/f a eso de las tres de la madrugada, todo lo que más se pudo para botarlo, y luego terremoto y angustia, y ojos más hinchados de tanto llorarte. Ése fue mi gran duelo. Llegaste tarde, Juan.-


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Hoy ambos se ven bastante mejor, tranquilos. Y ella no deja de pensar en que fue la mejor decisión, y que en el fondo le hizo un inmenso favor, a pesar de que él se enfadó a rabiar con ella por romper de esa manera. Él tampoco jamás habría sido feliz con ella, y eso lo ve en todo él. Y eso a ella le gusta, que a pesar de todo, él esté inmensamente bien. Y le agradece todo lo que le enseñó, no podría ser quien es ahora sin él, sin haber estado juntos. Le agradece de verdad. Le enseñó a crecer, a madurar, a que si no se confía, no vale la pena.

Ambos fueron importantes en sus vidas, pero hoy sólo se saludan si se cruzan en la calle. Hay personas que son puentes, que te ayudan a cruzar al otro lado; porque sin ellas, sencillamente no podrías cruzar. Para Sofía evidentemente González fue uno; para él, sin duda, también. Por otro lado, el tiempo cura todo, como dicen por ahí. El tiempo es un buen aliado, ayuda a entender y a ser feliz al poder entender. Y eso es inmensamente bueno. Es adquirir experiencias, es aprender a decidir, a no estancarse y seguir. Es vivir. Hoy ambos viven sus vidas, y las viven bien vividas. ¡Enhorabuena!





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P.S.: Escuchar Adiós de Cerati con el corazón abierto y entender la letra. Grande Cerati.

1 comentario:

  1. En invierno, y si uno anda con pena, puede ser dañino escuchar ese tema de Cerati.
    Me gustó del texto la inclusión de lugares conocidos. Alimenta la imaginación, aunque también provoca ciertas evocaciones que producen inclinación hacia la pena, si es que uno ha vivido situaciones similares.

    PM

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