miércoles, 20 de julio de 2011

Reflejo


Un espantapájaros.
Sí, ése espantapájaros a través del espejo.
Mirándome con cara de pregunta y arrugándose por esta misma razón.

Y, sí, soy el espantapájaros.
Mi cabello pajoso, mi sonrisa maldibujada, ojos sin brillo, piel amarilla.
Sí, y una postura cuasi teatral, erguida artificialmente por mis ganas de verme más alta. Pero espantapájaros al fin y al cabo.

Los espejos mienten, pero también nos dicen qué es lo que queremos ver en verdad. Nos ayudan, pero también nos pueden hundir.
Llegada cierta edad, es mejor no visitarlos a menudo si somos de aquéllas personas a las que la vida ya nada les puede ofrecer.

Y aparecen las arrugas, las cicatrices en todo tu cuerpo.
Y piensas en qué has hecho todo este tiempo.
Muchas imágenes, vertiginosamente te envuelven, incluso te pueden hacer vomitar. Cuidado con vomitar sangre. Aunque esto sólo vale para quien no vive para sí, como es en nuestro caso. Y de eso me ocupo en estas líneas, de lo empañado, de lo miserable, de lo desgreñado. De lo no respetado.

Acaricio el bendito espejo, hago muecas, intento sonreír. Pero ya ni dientes quedan de los cuales sentirme orgullosa.

¿Ésta soy? ¿Cómo es posible?
¿Y mis años, dónde están?

Cuánto tiempo me he dormido en esta pesadilla sin contornos, de la que no puedo escapar… porque la he cimentado a pulso, sin darme cuenta.

Estoy sola, porque ya nadie me soporta. Mi humor, mi olor ahumado.
Me miro y miro, y parece una broma cruel, sarcástica. Malhecha.

Hey, ¿dónde está la cámara? – quisiera pensar.
Mi voluntad… ¿dónde se ha ido?

Heme aquí, mordida por la seca rabia de los demonios que he alimentado sin saberlo (ni quererlo) todos estos años.

Sirve de nada el llorar, sirve de nada el arrepentirse, esto ya no puede reponerse, ni volver a brillar. Me condené por apartarme tan diametralmente de lo que pude y no construí. De mis sueños, de lo que quería para mí. Pero la gente, tanto me importó… di lugar a todo tipo de envidias, de intrigas, de malvivir… de no respetar a lo que creí decir que sí. Las cosas no son lo que se dicen que son, sino lo que son.

El espantapájaros me mira y se ríe, pero en realidad no tiene expresión alguna. Qué triste escena. Pero ya no queda más compañía. Salvo (quizá) de una vil mueca de agonía.

Luego de mi ducha matinal, salgo del baño y vuelta a las peleas.
Tal vez si dejara de vivir para el resto mis casi sesenta no pesarían tanto. La autocompasión me amarra el pie a la cama, por un par de horas, y la rabia acumulada me expulsa de la misma por las mañanas.
Muerdo rabia y rumio desgano todo el día.

No disfruto de la compañía en la cama, siento que no hay espacio para mí, que estorbo. Incluso a veces prefiero dormir en el suelo, es más cómodo. Todo es tan pesado, que no quisiera más. Pero miro alrededor y veo lo que llamo familia. Esa ilusión…

¿Familia?
En realidad los deseé tanto, que cuando llegaron no pude más que representar un papel, y mal representarlo, porque nunca lo tomé en serio. No eran responsabilidades que me acomodaren, pero llegaron. Y siguieron llegando, pero en forma indirecta. Y fui madre ausente.  Ausente incluso de mí.

Nunca logré ver todo esto, pero rasgando los vestidos de la muerte se aguzan los sentidos, y aparece tan claro… tan obvio, tan natural.
En definitiva, me quejo todo el tiempo de lo que permití fueran mis días.
Me quejo porque así parece no ser mi responsabilidad, mi carga, sino del resto.

¿Algo distinto?
Tal vez no sea tan tarde, es cierto.
Pero puede que mi maltratado cuerpo no resista.
Y eso sí me lo puede mostrar el espantapájaros en el espejo.
Ya ni perdón puedo pedir, mis palabras no son oídas con seriedad.
La incredulidad hacia mi persona ya está ramificada, igual que ese tumor en mi pulmón.

Si pudiera volver… ya saben.
Pero no se puede.

Apuesten bien, miren que a veces no hay dos manos iguales en toda la vida.
Lo aprendí tarde, pero lo aprendí. Es mi legado, mi razón de ser.

Amen, por favor.-

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