Era ése monstruo salvaje que se comía los ojos de la gente.
Un monstruo abominable y sin remordimientos, porque era humano.
Oh, sí… Los humanos son los monstruos más abominables y feroces, sin piedad e insaciables.
Era un monstruo ciego, pero poseía un olfato como los dioses, o como los demonios podría decirse también, elija usted. Tan poderosamente tenía desarrollado el olfato, que podía ver a través de lo que recibía su nariz. Las esferas de colores sólo emulaban ojos, pero tan perfectamente que nadie notaba su defecto, su falta de visión. De hecho, varias veces hacía de chofer, conocía las calles como si él mismo las hubiese diseñado y construido con sus propias manos. También tenía una capacidad para olfatear los pensamientos predominantes en una persona, si la tenía lo suficientemente cerca. Gustaba de ojos femeninos, ojos jóvenes de preferencia, daba lo mismo su color (podía descubrir este detalle fácilmente), pero la edad sí que era determinante. Aunque no sería difícil descifrar cuáles eran sus obsesiones, además de los ojos, claro está. (Sudor y muslos femeninos, el zumo de las entrepiernas cuando están preparadas para la cópula, para no venirnos con rodeos anticipados).
Como decía, este monstruo podía llegar a ver a través de lo que olfateaba. Y el resto era todo mandíbulas. De hecho, a mí me arrancó un trozo del músculo externo del brazo y otro tanto del gemelo, ambos del lado derecho, y desde aquella vez (la semana pasada) soy manca. Por fortuna, soy ambidextra o ambidiestra, que es lo mismo. Y era un monstruo mucho más abominable aún porque era irresistiblemente atractivo (no sólo físicamente), sensual (por decirlo de alguna manera), relativamente joven (todavía fresco, puesto que su edad nadie nunca la supo) y aromático (extremadamente envuelto en su aroma perfecto, agradable a todo paladar olfativo). Así, sus víctimas caían voluntariamente e incluso se les ofrecían, tal vez en lo más profundo intuyendo su porvenir luego del episodio que estaban dispuestas a protagonizar. Ese maldito monstruo les daba el mejor sexo oral de sus vidas, y cuando no podían gemir más de placer, les lamía los párpados y las cegaba tan rápidamente que sólo lo notaban luego de que el fuerte efecto de la excitación, del éxtasis, de la divina dicha, de la pequeña muerte se comenzaba a desvanecer de sus cuerpos satisfechos. Algunas de las cuales sólo podían reaccionar al día siguiente, y al darse cuenta de las cuencas vacías, lloraban, pero lloraban de alegría porque les embargaba el alma una paz eterna, que se decían así mismas “ya puedo morir en armonía con el universo entero”. Muchas se suicidaban al par de días obsesionadas por el germen de seducción que les implantaba este monstruo, que no las dejaban seguir con sus vidas normales, ni un pelo se dejaban tocar por sus propias parejas, para no dejar de saborear en sus mentes la embriaguez de haber sido víctimas del monstruo terrible del que les hablo.
Era el monstruo más encantador y fascinante que pisara la tierra, Monstruo de Monstruos. Su aroma enloquecedor y relajante como la más dulce de las morfinas, era miel pura para ellas, en su más íntegra perfección. Me propuse matarle. Tuve gran fortuna al salir sólo manca del acercamiento aquélla vez. Anoche no tuve la misma suerte, pero valió la pena. Fui la última en saciar su sed de ojos frescos, y de paso le arranqué los propios (ya sabemos que falsos, sólo adornos, como pude comprobar en ese instante) para guardarlos a modo de trofeo (de recuerdo más bien).
Pero lo que más disfruté de anoche… aunque ya se lo deben imaginar: fue pasar mis dedos aún vivos por el hueco que dejé al arrancarlos. Sí, también le amé con lujuria y pasión - y sin control - antes de librar al mundo de tan peligroso ser. Por ello fue que no pudo oler más que mis pensamientos más intensos, y no descubrió mis intenciones de matarle… porque tanto como lo quise ver lejos de este mundo, le deseé descomunalmente desde la primera vez que nos cruzamos, desde eso ha de ser unos tres años. Me gusta pensar en que lo redimí. Y no puedo negar mi más loca complacencia por haber sido la última en sentirlo, tan monstruoso como alucinante, entero entrando por mis poros, por mis fosas nasales, por mi lengua, por mi ombligo y mis sienes encabritadas a decir basta. Hasta agradezco su existencia. Aunque estoy segura que no soy la única, todas y cada una de las sobrevivientes a su ataque letal no lo olvidará. Yo, definitivamente, no lo haré.
Llevo sus ojos de llavero, sus ojos canicas, de vidrio esmaltado; sus ojos con los cuales (ya a estas prematuras alturas) me es imposible no ver lo tenebroso que es no poder llorar su partida, porque de su lamida final, me arrancó hasta la raíz de los lacrimales. Era el riesgo que estaba dispuesta a correr.- (Fin de la transmisión)
Moraleja: No se necesitan sólo animales no humanos para dar a conocer una buena moraleja a quien quiera leerla, y a quien eventualmente pudiere interesarle. “Las mujeres están dispuestas incluso a perder los ojos sólo por un buen sexo a cambio”.