Te susurraba todos los días al oído que te quería… pero no escuchabas.
Todos los días, pero tú sin atender a mis palabras.
Hasta que llegó el día en que te fuiste, sin decirme nada…
Te fuiste, pero me sentí satisfecho, en parte, porque te lo intenté hacer saber todas esas muchas veces.
Pero sólo es en parte, porque cuando uno le dice algo a otro, necesita saber que le llegó el mensaje, o al menos que era posible que le llegara. Que oyó el mensaje, o que fuere posible que lo oyera.
Porque si te cortan el teléfono antes de que puedas decir lo que tienes que decir, de nada sirve decírselo después al auricular sin destinatario alguno al otro lado. Es frustrante, y todo porque no pudiste comunicarte. Ése es uno de los peores males del mundo: la incomunicación.
Sobre todo si no viene desde ti.
Pero, entiendo, así funcionan las cosas.
Cosa distinta es si lo acepto en mí.
La incertidumbre lo envuelve todo si no es posible comunicarse, y aún comunicándose muchas veces así lo es también.
No me cansaré de decírtelo todos los días, mirando al cielo: te quiero.
Estés dónde estés.
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