Hoy rompí el cascarón. Abandoné la crisálida.
Había estado tan pasiva, apagada, atada a las sábanas.
Hasta me empecé a enfermar, supongo que como consecuencia del aburrimiento, el tedio, la inercia, de la inamovilidad.
Mis nexos con el mundo externo se reducía a un par, por decirlo de alguna manera. Pero ese nuevo aletargamiento, esa casi completa ausencia de color, tocarlo con las manos, saborearlo en el paladar, hundiendo mis costillas y abultando el vientre. Más tejido adiposo, más pilosidad. Más uñas que cortar. Ese evitarlo todo y entregarse irremediablemente al dormir, ese paralelo o pausa que ya estaba transformando en mi principal actividad diaria. Extrañar a un par de personas, pero sin poder afirmar que las necesito.
Pero, hoy apareció la primera luz… salgo del cascarón.
Y es distinto, y es con colores. Y quiero ser inmensamente yo. Externamente yo. Infinitamente yo. Universalmente yo. Rotundamente yo… Yo, sin más.
Sentía que algo recorría mis venas muy lentamente, como veneno, como suero, tal vez como antídoto, tal vez como alucinógeno o tal vez como adormecedor o incluso tal vez como alcohol estancado en mi cuerpo.
Y era como en cámara lenta, podía percibir su influjo, como iba actuando en mí, pero no podía alejarme… sentirse como una adicta, que quiere escapar y no puede. Que trata, pero vuelve a recaer, pero incluso más intensamente o más dramáticamente, porque ni siquiera intentaba salir. Lo constataba solamente, me decía a mí misma que estaba mal, pero ningún vestigio real o verdadero había en mí que me impulsara a otra cosa. No sé vivir sin presiones, eso asusta.
Pero me incorporé y me miré al espejo.
Ése fue suficiente impulso esta vez.
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